Bahía Blanca | Viernes, 19 de abril

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Son celíacas, viven en Bahía y enfrentan un dilema: qué cómer, dónde y a qué precio

Desde que empezaron la dieta se sienten como nunca.
Fotos: Emmanuel Briane y Archivo La Nueva.

Por Belén Uriarte / buriarte@lanueva.com

   Si tienen hambre, no pueden ir a cualquier quiosco y comprar lo que quieren. Tampoco pueden parar en cualquier panadería y buscar el pan para la cena. Y ni hablar de salir con amigos y tomar cualquier cerveza.

   Magalí, Paula, Isabel, Stella, Cynthia y Lara son celíacas, y hay muchas cosas que no pueden. Pero desde que empezaron la dieta se sienten como nunca: desapareció el frecuente dolor de estómago, el cansancio, la caída de pelo, el constante malestar intestinal... 

   Cuentan que ser celíaco —es decir, intolerante al gluten— no es fácil: encontrar un lugar para salir a comer, saber qué productos se pueden consumir y qué comercios son confiables, hallar precios accesibles y lograr que la gente deje de decir "comé un poquito que no pasa nada", es todo un desafío.

   También lo es pasar por una panadería y sentir el olor al pan recién hecho o recordar las facturas y masas finas que tanto les gustaban. Es cierto: en algunos lados las elaboran con harina sin gluten, pero son carísimas.

   De todas maneras se muestran agradecidas. Arrancaron la dieta a tiempo. Otra gente, en cambio, llegó al diagnóstico por un cáncer o el mal funcionamiento de sus riñones.

***

   Magalí Bravo tiene 33 años y consultó al médico porque, entre otras cosas, tenía reflujo. Se empezó a hacer los estudios en 2015 y aunque le falta el diagnóstico final, arrancó la dieta y se siente bien.

   El cambio fue brusco: sacó todo de su casa, limpió cada rincón y empezó a comer cada vez menos. Solo en dos meses bajó unos 6 kilos. 

   Paula Martz tiene 30, siempre sufrió anemia —síndrome que se caracteriza por la disminución anormal del número o tamaño de los glóbulos rojos que contiene la sangre— y en 2011 le diagnosticaron celiaquía. 

   —Cuando hablé con mi médico, lo que me asustó enseguida fue el riesgo de infertilidad o de sufrir abortos [si no se cumple la dieta]. Me dije "esto es en serio" —recuerda.

   María Isabel Bendaña tiene 63, es miembro de la ONG Acela (Asistencia al Celíaco de la Argentina) y le diagnosticaron celiaquía en 2003.

   —Lo importante es estar sano y la calidad de vida. ¿De qué te sirve comer de todo y andar penando toda la vida? —sostiene—. Los celíacos tenemos cura y es estar libre de gluten. Si hacemos la dieta somos sanos, no enfermos.

   Lara y Cynthia son hermanas y su apellido es Eliseo Ferrer. Tienen 20 y 25 años y también son celíacas.

   Primero lo descubrió Cynthia, en enero de 2013. Después Lara se hizo el análisis y también le dio positivo. 

   —Básicamente me quería morir. Estaba muy enojada porque fui al médico por culpa de mi hermana. Me acuerdo que fue un día horrible —bromea Lara, que a diferencia de su hermana mayor no sufría descomposturas.

   Stella Maris Barrón tiene 69 años, también forma parte de Acela y descubrió que era celíaca hace 5, al igual que uno de sus hijos y dos hermanos.

   —La ventaja de esto es que una vez que empezás la dieta te cambia la vida totalmente y te sentís tan bien que no se te ocurre comerte una galletita ni un pedazo de torta que no corresponda.

5 veces más

   Depende del lugar, pero en general un paquete de fideos lo pagás entre 10 y 15 pesos. Hecho con harina de trigo, claro.

   A los celíacos les cuesta más. Bastante más.

   —Un paquete de fideos de medio kilo vale $ 70, $ 75. En una casa donde comen mucho, se comen medio kilo en una comida —dice Stella.

   Además de los altos costos, en la mayoría de los mercados falta variedad de productos. Pero salir a comer afuera o comprar algo hecho tampoco es fácil, y no solo por lo económico: muchos locales no tienen comida para celíacos; otros tienen, pero ofrecen pocos menús.

   —Tenés que darte idea y empezarte a cocinar, yo me hago todo. Empecé a averiguar, a estudiar las harinas y a hacerme las premezclas: le pongo lo que me gusta, le saco, voy probando y aprendo a cocinar de nuevo —cuenta Magalí.

¿Y eso qué es?

   Magalí dice que la desinformación es lo más peligroso. Por eso, cada vez que quiere viajar se fija a qué lugares puede ir a comer y dónde puede comprar productos aptos. Una vez planeó ir a Tandil y le dijeron que era una de las ciudades con más restaurantes para celíacos.

   —Estaba feliz. Fui a una parrilla y la moza me preguntó: ¿tenés mucha "celiaquez"? Me dio miedo y me fui —recuerda y se ríe.

   Pero no todo es negativo. También hay "mimos" que le llenan el alma: su familia y sus amigos suelen llamarla para decirle que le cocinaron "algo especial" y hasta sus alumnos del jardín de infantes aparecen cada tanto con "galletitas para la seño Maga".

¡Qué difícil!

   Para Paula, uno de los grandes problemas es salir a comer. Porque no solo depende de que el menú tenga el logo para celíacos, el cuidado es mucho más que la comida libre de gluten: si hay migas de pan en la mesa, le hace mal; si cocinan en la misma fuente que el resto de las comidas, también. 

   —Me cuesta tener que explicar que eso no lo voy a comer porque ya me lo contaminaron o tomar un mate antes de que tomen todos —reconoce.

   No mezclar es importante, porque cuando los alimentos libres de gluten entran en contacto con otros que contienen la proteína, dejan de ser alimentos aptos para celíacos. Es lo que se llama contaminación cruzada.

   —¿Y qué se necesita en Bahía?

   —Se necesita control de las autoridades en los locales que dan productos libres de gluten —dice Isabel.

   —Es como que cada uno tiene que cuidarse solo. Yo compro en una carnicería que tiene carne de muy buena calidad, pero hace milanesas. Entonces compro la carne y la lavo, es la única manera para saber que no tiene pan rallado por todos lados —agrega Stella.

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