Bahía Blanca | Viernes, 29 de marzo

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Presidentes y sindicatos

Escribe Emilio J. Cárdenas

Los sindicatos norteamericanos no han sido nunca, históricamente, lo importantes -en términos relativos- que ellos fueron en otros países. Lo cierto es que siguen perdiendo fuerza y presencia en el campo laboral del país del norte. Barranca abajo, entonces. Pese a que su influencia y poder se habían estabilizado entre los años 2012 y el 2015.

Hoy tan solo un 10,7 por ciento de los trabajadores norteamericanos pertenece a algún sindicato. Lejos realmente de la más alta participación sindical en la fuerza laboral alguna vez alcanzada en los EEUU, que fuera del orden del 20% (apenas uno de cada cinco trabajadores estaba entonces afiliado a algún gremio) ocurrida a comienzos de la década de los 80.

Los sindicatos tienen presencia significativa sólo entre los empleados del sector público y en unos pocos sectores privados muy puntuales, como son el de la construcción y el de las actividades de naturaleza nítidamente industrial.

La llegada del ahora presidente norteamericano, Donald Trump, al poder hace presumir que, salvo por el programa masivo de obra pública que -de acuerdo a sus anuncios- pondrá inmediatamente en marcha, la tendencia declinante de la presencia social sindical no habrá de cambiar, al menos en el corto plazo. Su clara disposición por tratar de achicar al Estado presionará ciertamente hacia la baja del número de trabajadores norteamericanos que hoy pertenecen a distintos sindicatos.

En los EEUU, el aumento de la actividad que tiene que ver con la prestación de todo tipo de servicios aleja la posibilidad de que, de pronto, los sindicatos recuperen algún poder.

En Irán

Muy lejos de Estados Unidos, el moderado presidente iraní, Hassan Rouhani, se presentará en mayo próximo como candidato presidencial, en procura de ser reelegido una vez más.

No le será fácil alcanzar su objetivo, porque su popularidad está algo disminuida como consecuencia de su acuerdo con la comunidad internacional congelando el peligroso programa nuclear iraní, que ciertamente preocupaba enormemente a todos, pero naturalmente no despierta simpatía entre el pueblo iraní.

Se lo acusa de haber sido demasiado indulgente con su contraparte. Y se lo critica duramente por haber presuntamente cedido demasiado, a cambio de muy poco. Muy particularmente en materia de levantamiento de las sanciones económicas impuestas por la comunidad internacional, algunas de las cuales aún subsisten, como respuesta a las permanentes violaciones de los derechos humanos de los iraníes por parte del gobierno severo de la oligarquía clerical que conduce a Irán.

Si esto sucediera, los conservadores, esto, es los clérigos más “duros” de la patológica “teocracia” iraní, podrían eventualmente recuperar algo del poder que en su momento tuvieran -y la influencia consiguiente- en tiempo de las presidencias del también “duro” Mahmoud Ahmadinejad. La relación de Irán con el resto del mundo podría entonces volver de pronto a tensarse. Y la exportación de terrorismo incrementarse.

Pero lo cierto es que Rouhani tiene hoy un 69% de apoyo popular. Aunque tenía un 82% en junio pasado, de modo que no es posible negar que ha perdido, bastante rápidamente, parte de su prestigio y popularidad. Todo un tema.

Las campañas electorales de Hassan Rouhani se apoyan en tratar de diferenciarse lo más posible de la arbitrariedad y del extremismo rígido que caracterizaran a las poco aplaudidas gestiones del ex presidente Ahmadinejad. Y en asegurar a sus votantes que gozarán de un clima de cierta liberalidad, cuando se compara su actual gestión con la de los clérigos más duros que, por lo demás, son en los hechos, los verdaderos dueños del poder y de la economía toda en el país de los persas. Inmensamente ricos, entonces.