Bahía Blanca | Domingo, 19 de mayo

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La silla en la vereda

La imagen evoca tiempos pasados de vida social de vecinos del barrio al aire libre. Sin miedos, ni rejas en ventanas y puertas blindadas.

Pregunté a la inteligencia artificial (IA) qué le representa la imagen de la silla en la vereda.

Respondió: La silla en la vereda puede significar diferentes cosas dependiendo del contexto en el que se encuentre. A menudo, en el arte o la literatura, la silla en la vereda puede simbolizar soledad, espera, reflexión o incluso un lugar de descanso.

Y me devolvió la pregunta: ¿Hay algo más específico sobre esto de lo que te gustaría preguntar?

--Si-- respondí y le di una pista: Sacar la silla a la vereda era costumbre de pueblos donde los vecinos al atardecer se encontraban a conversar…

--¡Entiendo!-- me dijo entre signos de admiración y prosiguió: "La imagen de la silla en la vereda como un lugar donde los vecinos se reúnen para conversar por las tardes es muy pintoresca y evoca una sensación de comunidad y cercanía entre las personas de un pueblo. Esta costumbre refleja la importancia de la interacción social y la creación de lazos comunitarios. Es una bonita tradición que fomenta la amistad y el apoyo mutuo entre vecinos”.

Con ayuda, la IA salió airosa del paso pero queda claro que hay cosas que no se reconstruyen con tecnología. Para contarlas hay que haberlas vivido.

La silla en la vereda evoca tiempos pasados de vida social de vecinos del barrio al aire libre. Sin miedos, ni rejas en ventanas y puertas blindadas.

Allá lejos, no hace tanto tiempo, en el atardecer de pueblos de campaña y barrios tranquilos de ciudades, la vereda se poblaba de sillas y reposeras. Al borde de calles que empiezan y se esfuman en el horizonte, comenzaba la tertulia diaria de mate conversado. Allí convergían abuelos en pantuflas, vecinos de la casa de al lado, pibes de primaria después de completar los deberes, con guardapolvo y útiles ordenados, listos para mañana.

Momento único del día, perfumado con aroma de cenas en plena cocción que desde ollas escapaban por chimeneas y el viento propagaba por el barrio.

Era matemático en horario, geográfico en lo espacial, histórico en la costumbre. A esa hora la vereda se transformaba en platea concurrida de sillas al borde de puertas de calle, muchas precedidas por el enigmatico zaguán. Temores y fantasías despertaba esa especie de túnel que comunicaba la intimidad de la casa con la calle. Por la escasa visibilidad, propia de pasillos sin iluminación, novios ardientes elegían la intimidad del zaguán para besos y abrazos sustraídos de la mirada de los demás.

Tiempos de más afuera y menos adentro, la vereda era espacio público de conversación donde todo fluía con naturalidad. Unos comentaban las últimas noticias del pueblo, otros preferían las comidillas de la vecindad. Al final todos esperaban el capítulo diario del abuelo con historias del pueblo lejano al otro lado del Atlántico de donde partió y las aventuras de llegar con lo puesto a un lugar desconocido y volver a empezar. No es para cualquiera, hay que tener alma de inmigrante para semejante desafío. Instantes mágicos donde los más pequeños disfrutaban del relato como si fueran capítulos de la serie del muchachito valiente que veían en la matiné del cine de los domingos.

Cada familia cerraba la tertulia cotidiana según el apuro y el llamado de la cocinera. Entrar las sillas al comedor era como salir del cine, un The End de la función diaria. Luego de la cena, los pibes al dormitorio, el beso de los padres al borde de la cama y clic del velador que apagaba el día.

Antes del sueño profundo, en la habitación juvenil resonaban los relatos de la vereda. El paso del tiempo despeja asuntos innecesarios y en nuestro disco rígido liberado de archivos prescindibles que pesan mucho y no sirven para nada, reaparecen intactos aquellos rollos invisibles de cortometrajes de la infancia con relatos de los abuelos.

Basta cerrar los ojos para revivirlos. Todo como entonces, aquellas películas, los mismos actores y nuestros padres siempre cerca, como si fueran los acomodadores, acunando el cine de nuestros sueños.

Para no quedarnos en la historia y vivir de recuerdos, le pedí a la inteligencia artificial que cerrara la crónica evocando aquel pasado analógico con un poema redactado desde su imaginación digital. Y al segundo respondió con este texto:

“Conversaciones de la vereda”:

 

En la silla de la vereda,

donde se posa el tiempo y el ayer,

vecinos charlan con nostalgia sincera,

susurros que se pierden al atardecer.

 

dulces como miel,

en labios de quien pudo ver,

niños juegan con la imaginación al vuelo,

mientras los mayores comparten su querer.

 

La silla en la vereda guarda secretos,

testigo silente de vida y amor,

diálogos que fluyen como ríos inquietos,

unidos por un lazo, vecinos con fervor.

 

Melancolía en cada rincón,

historias que se entrelazan sin cesar,

voces que narran el camino y la razón,

entre sonrisas y un amable suspirar.