Bahía Blanca | Viernes, 26 de abril

Bahía Blanca | Viernes, 26 de abril

Bahía Blanca | Viernes, 26 de abril

Walter Mele: "Puedo decir que la pelota de básquet me salvó la vida"

A los 46 años transita sus días con alegría. La pelota lo sacó del infierno de la droga. Y sustenta esa mirada extrema del pasado como debe ser. Hurgando en la memoria.
El "Loco", con los alumnos en la clase de periodismo.

Walter Daniel Gullaci

wgullaci@lanueva.com

Las marcas fluyen, una a una. Las de su ajetreado recorrido...

A Walter Mele le va bien el mote de “Loco”, pero no por su capacidad de sorprender al otro. Más bien le cabe porque es uno de esos soñadores de empresas complejas, difíciles, siempre emparentadas con el deporte. Como la que lleva a cabo desde hace muchísimo tiempo en pos de mejorar la calidad de vida de decenas de personas con capacidades diferentes. O con 700 pibes en un Polideportivo.

A los 46 años transita sus días con alegría. Asegura que una pelota de básquet le salvó la vida. Lo sacó del infierno de la droga. Y sustenta esa mirada extrema del pasado como debe ser. Hurgando en la memoria.

“Yo me críe en Villa Martelli, Buenos Aires. Allí, en los años `70, decían que jugar al básquetbol era cosa de maricones. Se trataba de fútbol y nada más. Pero gracias a mi padre, Carlos, que tomaba dos colectivos para llevarme a jugar a San Andrés, me animé con el básquet”, manifiesta frente a la presencia de los estudiantes de periodismo de 2º año del Instituto Regional del Sur.

“A los 17, cuando peor estaba, cagándole la vida a mis Viejos, decidí irme atrás de una ilusión. Fue cuando desde arriba `El Barba´ me tiró una pelota, y me la tiró lejos, a Ushuaia. Y hasta allí fui a jugar. Era mi sueño, mi trabajo, mi vida, mi profesión. Y era lo que mejor sabía hacer.

“A los 19 recalé en Bariloche, a los 20 en Mar del Plata y a los 21 en Bahía, en Pacífico. Había llegado a la Capital del Básquetbol, donde cualquier jugador quiere llegar. Pasar en pocos años de vivir a dos cuadras de una villa a jugar acá y vivir de esto era como llegar a la NBA”.

—Me quedé con eso de “cuando peor estaba”. Villa Martelli, tu adolescencia allí. ¿Una etapa nada grata?

—Muy dura, de mucha droga, con imágenes que no quisiera recordar. A los 13 empecé a drogarme. Arranqué con un porro... Me metí en la noche, en un mundo de boliches, de mujeres siendo muy jovencito. Y mis Viejos...

—Justamente, tus Viejos...

—Mi papá era carpintero y mi mamá modista. Ella estaba enamorada del perfume de la madera, del aserrín. Vivíamos con mi hermano Norberto, 9 años más grande que yo. Mi mamá Norma siempre me chapeaba con él: “Mirá a tu hermano", me decía. Y era como una apuñalada. Pero tenía razón. El era un señor.

—¿El desarraigo fue grande?

—Y, sí. Pero también fue indispensable para salir de aquella pesadilla. Me sentía el guapo del barrio, pero cuando me encontré solo me temblaban las piernas. Extrañaba a mis Viejos. Pensaba en las palabras de mi papá cuando me decía: "no te olvides el pañuelo", "cuidate", "no te drogues". Y yo decía por dentro: "Este qué sabe de la vida...”. ¡Mamita si sabía! Sabía todo.

"Me emociona pensar en mis Viejos. Realmente es una bendición tenerlos vivos a los 80 y pico de años. Tengo que admitir que llegaron a esta edad porque yo agarré el bolso y me fui de mi casa. Porque sino, quizás hoy no los tendría vivos. Ellos llegaron hasta internarme para desintoxicarme. Estaban muy arriba mío y sufrían muchísimo".

—¿Hablar de ellos te emociona pero también te angustia?

—Yo tenía 15 años cuando mis Viejos obtuvieron un dinero por una herencia y yo se lo consumí todo en drogas. Tenían la plata abajo del placard. Se las fui sacando de a poquito hasta convertirme en el drogadicto más famoso del barrio. Hoy aquellos sinsabores se los pago con vida, con mi trabajo... El otro día armé un evento solidario en Viedma y noté que la cara de mi Viejo, que me acompañó, era de orgullo. Lo mismo cuando juntamos 3 mil personas en el Polideportivo de Empleados de Comercio. Se emocionó lindo.

—Quizás Walter sea hora, entonces, de disfrutar un poco. Uno no puede pagar facturas toda la vida por errores del pasado...

—Claro, seguro. Al menos de vivir tranquilo, máxime cuando hace muy poco la madre de mis hijos atravesó una enfermedad muy dura y la pasamos bravísimo. Mirá. Un día, con ella internada, el hospital estaba plagado de gente que se acercó para ver cómo iba la cosa, para contenerme. ¡Ufff! Eran tantos los amigos y conocidos que se arrimaron que caí en la cuenta que algo debo haber echo bien para merecer semejante muestra de cariño.

—¿Qué te sucede cada vez que volvés al barrio?

—Suelo ir seguido a Buenos Aires, a visitar a mis padres, a ver a mi River del alma, y claro, me reencuentro con caras conocidas. Sin dientes, rotas por tantas batallas. Pero no me veo reflejados en ellos. Así estaría hoy yo de no haberme ido de tan joven.

El magnetismo de esa pelota naranja

“Jugué al básquetbol hasta que el cuerpo me dijo `basta', a los 39 años. Para mí el deporte fue la vida. Ni más ni menos que eso”, aclara el Loco Mele, como si hiciera falta.

—Pero sería bueno que aclares por qué eso de vincularte a personas con capacidades diferentes.

—Pensaba que tenía que devolverle al deporte algo de todo lo que me dio. Decidí meterme en el basquet en silla de ruedas y, la verdad, resultó fabuloso, como un antes y un después. La mejor historia de mi vida. La que me hizo crecer verdaderamente como persona.

—¿Un vínculo que no debió ser sencillo de alimentar?

—Seguro. Pero estos muchachos me demostraron que yo era un idiota cuando jugaba por plata y no tenía ganas de ir a entrenar a White, en auto. Se desvivían por venir desde Villa Delfina a jugar al básquetbol y a representar gratis a su ciudad. Con los brazos así (hace un gesto como inflándolos).

“Entonces empecé a viajar con ellos, a pelear por ellos. A derribar barreras para que puedan cultivar ese sueño de competir en sillas de ruedas.

"Me llegó el tiempo de que me agradezcan por mi labor en DUBA (Discapacitados Unidos Bahienses), un trabajo ad honorem, y yo, la verdad, no entiendo eso de `ad honorem'. Si cuando voy a tomar unos mates con mi Vieja también lo hago ad honorem. Porque lo disfruto. No voy a cobrarle. Y a mi me hace muy bien estar con estos chicos. No es tiempo perdido, es tiempo ganado.

“Además, gracias a esta actividad pude dirigir a la Selección Argentina de básquetbol en silla de ruedas, viajar a Río de Janeiro en 2007, a Colombia en 2009. A cantar el Himno Nacional en otro país”.

—¿Cómo es convivir con una persona que debe desplazarse, necesariamente, en una silla de ruedas?

—Conozco a gente con discapacidades de todo tipo. Pero si hablamos de las motoras, son de las más complicadas, aunque para mi la ceguera es la más compleja de todas. El rengo, como yo los llamo, es un tipo un poco resentido. Reacio al caminante. El de nacimiento, se habitúa a ser contenido por su entorno hasta cierta edad. Lo llevan a todos lados, hasta que un día, a partir de los 16-18 años, se encuentra solo. Muy solo. Con ganas de subirse a una moto, de manejar un auto, de salir a bailar con una chica. Y obviamente tiene que superar muchas barreras. Incluso el tema de la discriminación, que existe, y representa otra situación muy difícil de sobrellevar. Es complicado.

—¿Tabajar en ese ambiente resultó una buena forma de llenar el alma?

—Ni hablar, ni hablar... Una noche se presentó la Selección Argentina en Estudiantes, con Manu, Scola, Pepe, todos, y yo metí a los muchachos en silla de ruedas para jugar un rato. Uno de los rengos, por entonces de 50 años, cuando sali de la cancha a fumar un cigarrillo se me acercó y me dijo: “profe, gracias”. Entonces lo cargué: “hace meses que vengo viajando para todos lados con ustedes, entre piernas ortopédicas, sillas de ruedas y me agradecés por esto”. El tipo me contestó: `¿Sabés qué pasa? Yo de chico pasaba seguido por la puerta del Casanova y pensaba que me iba a morir sin poder jugar un partido ahí adentro, en la Catedral del Básquet. Gracias, profe'. Me entregué y me dije para adentro: `Ya estááá´, ya estááá".

—Pero por lo visto “no estááá”. Seguís inventando iniciativas.

—Tengo a Miguel Aolita, presidente de la Asociación de Empleados de Comercio, que me alienta a que le siga metiendo para adelante. Entre los 700 chicos que incluimos en la colonia de verano hay casi 50 con capacidades diferentes. Algunos de ellos con acompañantes terapéuticos.

"Un día le plantée a Miguel la idea de llevar los jueves a la colonia a chicos carenciados. Y se pudo hacer. Les dimos el desayuno, de comer al mediodía, la leche a la tarde y después los mandamos a sus casas".

—¿El deporte, siempre el deporte abriendo puertas?

—Siempre. Y ahora arranco en la Asociación un polideportivo con 350 hijos de afiliados. Y en breve con otra locura: fomentar el fútbol para amputados.

“La política es una picadora de carne”

—¿La función pública te desgastó más de la cuenta?

—Durante el año y medio que fui delegado municipal del sector Norte, a partir de 2014, la política me demostró que el último que te traiciona es tu mejor amigo. Es una picadora de carne.

—¿Cómo caíste en la delegación?

—Vivía en San Roque y pensé que podía arremangarme y dar una mano, ayudar. Lo hubiera hecho con Jaime Linares, con Rodolfo Lopes y lo intenté con Gustavo Bevilacqua. Un día me mandé la locura de llevar diez, quince máquinas a seis barrios de la delegación durante un fin de semana y me quisieron fusilar, entre otras cosas por las horas extras. ¡Qué se yo! Me amargué mucho.

“Hasta me dijeron que debía renunciar dos meses antes de que arranque la nueva gestión y yo me negué. Pregunté por qué. Si yo sólo quería entregarle una carpeta al nuevo delegado, explicándole lo que se pudo hacer, lo que no se pudo hacer y lo que en la puta vida va a poder hacer. Por suerte me fui por la puerta de adelante. Y aclaro que a mi me fueron a buscar, yo no me ofrecí para ocupar ese cargo.

—¿Qué fue lo peor que te quedó de aquella experiencia?

—Saber que con muy poco se puede hacer mucho. Se lo puedo discutir a cualquiera. Pero parece que nadie lo entiende.

Su relación con “El Barba”

—¿Tu relación con Dios?

—Hablo mucho con “El Barba”. Charlas entre él y yo. Siempre un one and one, en cualquier lado, en el patio, en la cancha, en la cama. Yo me considero un adicto a la droga, toda la vida, sólo que ya no la consumo. Desde 1994. Y gran parte de aquella decisión es por “El Barba”, que me abrió las puertas del básquetbol, y por haber entendido que la llegada de mi hijo Lucas no era casual. Era un mensaje para cambiar definitivamente de vida.

—¿Es como que esa adicción siempre dice presente? Te toca el hombro, te dice: "estoy acá, no te olvides".

—Sí, claramente. Hace un tiempo decidí no trabajar más en los boliches. Las tentaciones son grandes y yo no podía caer. Mi vida ya no se negocia. Cuando veía que podía pisar el palito otra vez, dije chau. Me alejé de la noche. Hoy me acuesto a las 10 y media y me levanto bien temprano, a las 6. Me tomo unos buenos mates, planifico mi día.

—¿Alguna vez terminaste en una comisaría?

—Nunca estuve preso, pero conocía todas las comisarías de Villa Martelli y alrededores. Mis padres no paraban de ir a sacarme. Pero era una época en la que existía un respeto mayor hacia la policía. Mi terror era que me cortaran el pelo. Se me fruncía el que te dije frente a un policía. Se me iba todo el estupefaciente de golpe (larga una carcajada). Todo. Hoy hasta eso se perdió. Los pibes no respetan ni le tienen miedo a nada. Desafían a la policía.

—Es difícil imaginarte de colimba.

—Es que no lo fui. Soy desertor del servicio militar. Me presenté a la revisación médica en Ramos Mejía. Tenía que venir a Puerto Belgrano a cumplir con el servicio o ir a jugar al básquetbol a Bariloche. Obviamente me fui a Bariloche. Deserté. Mis padres se volvieron locos. Con el tiempo, el caso Carrasco terminó con la colimba y yo terminé zafando de que me siguieran el rastro.

 Lucas y Naiara en primera fila

—¿Qué papel juegan tus dos hijos en tu vida?

—Clave. Lucas Nicolás, de 23, y Naiara Abril, de 14, son la vida misma. Cuando nació Lucas trabajaba en la puerta de los boliches. Lo hice 15 años. Pero no se trataba de una noche rebelde, era mi trabajo y lo hacia con responsabilidad. Pero ellos dos me cambiaron la vida.

“Lucas estudia profesorado de educación física, quiere ser guardavidas y trabaja con los chicos del basquet en silla de ruedas. Es muy activo. Con la nena entendí que debo morderme los labios. A bancarme que la miren. A entenderla. Es la que me cuida. Soy yo, con tetas y cola (ríe con ganas). Fuimos a ver juntos al Indio Solari a Olavarría”.

—¿Cómo convivir con un pasado agitado, donde hubo más de un pecado con las mujeres, a este presente con una hija adolescente?

—Siempre dije que no hay nada más lindo que las mujeres. Sin embargo, me ha costado enamorarme. Mentí y sufrí por amor. No me gustaría que ilusionen y desilusionen a mi hija. Eso es cierto. Yo no trataba mal a las mujeres, por allí les mentía un poco. Por ejemplo, les decía que tenía estudios universitarios cuando sólo llegué a tercer grado. Me hacía el langa, pero no más que eso. Y con mi hija se que va a aparecer más de un gavilán. Hoy, Naiara es mi alegría.

—¿Y con Lucas? ¿Son amigos?

—No me interesa ser amigo de mi hijo. No. Yo tengo a mis amigos y él a los de él. Pero compinches, sí. Siempre. Y darle todas las enseñanzas posibles. Las mejores y las peores. Y que él sepa descifrarlas, como hice yo con mi Viejo.

 La grieta

—Tuve la suerte de practicar un deporte colectivo, donde el equipo está o debe estar por encima de la individualidad. Por allí si hubiera jugado al tenis, pensaría diferente. No lo sé. Pero el equipo, el vestuario, te enseña mucho. Y para sacar adelante una familia, una ciudad, un país, la única manera es trabajar juntos, en equipo. Algo que hoy lo veo muy difícil. La clase política hizo todo para separarnos. Ni siquiera se trata de dividir por clases sociales. Nos robaron, nos roban y nos robarán. Incluso, la ilusión.